Papá Noel terminó de abotonarse su camiseta más gruesa, se puso su pullóver y su jersey de punto, se enfundó su grueso chaquetón rojo y se enrolló la bufanda.
“¡Qué noche para salir!”, pensó, mientras el granizo golpeaba las ventanas y los copos de nieve se escurrían por debajo de la puerta. “Es una noche para sentarse junto al fuego y comer tostadas calientes con mantequilla.”
Se puso sus calcetines de lana más gruesos, sacudió el lodo de sus botas y hurgó por aquí y por allá hasta encontrar unos guantes. Una vez vestido, se miró al espejo y exclamó: -No es raro que todos crean que soy gordo. ¡Con toda la ropa que llevo encima!
Afuera, Rodolfo, el reno, esperaba impaciente la orden de ponerse en camino. Hacía tanto frío que los patines del trineo se congelaban por momentos. Papá Noel comprobó que llevaba todos sus regalos y arrancó a galope por el aire a través de una cortina de nieve.
-Jo, jo, jo, jo -soltó una carcajada, aunque no del todo exultante- El caso es que no puedo alegrarme con la Navidad de este año, Rodolfo. ¿Por qué hay que celebrarla siempre a mitad del invierno, con un tiempo tan horrible?
Rodolfo removió las campanillas del trineo, que tiritaban de frío, y dijo:
-Estoy de acuerdo, éste no es tiempo para andar viajando. Un reno se puede romper una pata.
Se detuvieron sobre un tejado, resbaladizo por el hielo. Rodolfo miró de reojo a Papá Noel, con toda su ropa, i -Oye, ¿no podrías prescindir de las chimeneas este año?
Papá Noel se encogió de hombros.
-¿Y de qué otra manera voy a entrar en las casas? No querrás que llame a la puerta…
Metió primero un pie, luego el otro, se tapó la nariz y se lanzó hacia la oscuridad. Pero llevaba demasiada ropa. Resultaba demasiado grueso con tanta lana para poder deslizarse hasta la parrilla de la chimenea y entrar en la primera casa. Atascado a mitad del -¡Nunca más! El año que viene vendré antes.
-¿Mucho antes? -le preguntó Rodolfo, desapareciendo bajo una nube de nieve*
-En julio -contestó Papá Noel, que se sintió mejor sólo de pensar en ello-. ¡Jo, jo, jo!
Julio llegó muy pronto. Papá Noel estaba tan ocupado en su intento por conseguir tener todos los regalos a tiempo que ni siquiera pudo ir de vacaciones.
-Bueno…, dicen que un cambio es tan bueno como un descanso -le comentó a Rodolfo-. Realmente, este verano me hacen mucha ilusión las Navidades. Saca el carro de seis ruedas, no necesitamos ir de casa en casa con el viejo trineo.
Papá Noel se afeitó, pues sólo se dejaba crecer la barba en invierno por causa del frío, y se vistió con sus téjanos favoritos, una camiseta y las sandalias. Se miró en el espejo.
“Me siento en plena forma”, pensó, y se lanzó a la calle.
Debido a la ola de calor, en ese mes de julio los tejados estaban todos secos y era fácil trepar a ellos. El carro de seis ruedas era liviano y, cuando aterrizaron en el primer tejado, Rodolfo se sentía aún descansado.
La chimenea estrecha no era un problema esta vez. Papá Noel bajó por su interior tan fácilmente como una carta cae en un buzón. Una vez dentro de la casa se paró en la alfombra de la sala a limpiarse el hollín de la nariz.
Tras mirar a su alrededor, pronto se dio cuenta de que algo no andaba bien. No había ningún vasito de jerez, ni siquiera un trozo de pastel, esperándole; tampoco había el árbol de Navidad, ni guirnaldas, ni los regalos que compran las mamás y los papás. La casa tenía un aspecto solitario y vacío.
Poco a poco comprendió lo que pasaba. ¡La familia se había ido de vacaciones! ¡Qué faena! Se habían ido de vacaciones y no pensaron en él.
Pero lo peor de todo es que no había zapatos donde dejar los paquetes. O sea, que tuvo que arreglárselas para volver a subir la chimenea con todos los regalos a cuestas.
-¡No me esperaban! -dijo, tratando de salir de la chimenea, sudoroso y molesto-. ¡Se fueron de vacaciones! ¿Puedes creerlo? -comentó a Rodolfo.
Este no le prestaba atención. Estaba ocupado sacudiéndose el enjambre de moscas y mosquitos que le acosaban.
-Estas moscas no las hay en invierno -refunfuñó sacudiendo su cola de reno.
Lo mismo sucedió en todas las casas. O la familia se había ido de vacaciones o, lo que es peor, los niños estaban despiertos por culpa del calor. Más de una vez tuvo que volverse sigilosamente chimenea arriba por miedo a ser visto. Una familia incluso llamó a la policía porque escucharon ruidos extraños en su chimenea.
-Un ladrón -dijeron por teléfono-. Y creemos que hay otro en el tejado.
-¡Nunca más! -dijo Papá Noel saltando en el carro de seis ruedas y galopando sin parar hasta el amanecer. Los regalos, que no habían podido ser repartidos, se caían del carro por las sacudidas-, ¡Confundirnos con ladrones! ¡Lo que faltaba! ¡Nunca más!
Para repartir debidamente todos los regalos, tuvo que salir como de repartidos, se caían del carro por las sacudidas-, ¡Confundirnos con ladrones! ¡Lo que faltaba! ¡Nunca más!
Para repartir debidamente todos los regalos, tuvo que salir como de costumbre en la Nochebuena. Se abotonó su camiseta más gruesa, su jersey, su chaqueta de punto y su chaquetón rojo; se envolvió en su bufanda y se calzó los guantes. Rodolfo sacó el pesado trineo y galoparon a través de la nieve sin mediar palabra.
Papá Noel no tenía ninguna gana de gritar ni jo, jo, jo ni ja, ja, ja. Se había olvidado su segundo par de calcetines y comenzaron a castañetearle los dientes.
Cuando llegaron al tejado de la chimenea estrecha, Papá Noel se ajustó bien el cinturón, se puso la bolsa sobre el hombro y se sentó en la punta de la chimenea.
-No sé para qué me mm-m-molesto -murmuraba mientras forcejeaba por entrar.
Abajo, en la sala, diez guirnaldas cruzaban el techo de punta a punta. En un cubo rojo había un pino alto de ramas estiradas, que sujetaban un centenar de luces de colores, y tiras y tiras de papel de plata. Una luz blanca entró por la ventana, reflejada en la nieve, e iluminó la estancia, llena de felicitaciones navideñas.
“Para Papá “Noel”, decía una nota en la mesa junto a un vasito de jerez y un trozo de pastel. Papá Noel bebió y comió. Se sentía muy emocionado.
En habitaciones cercanas los niños dormían bien abrigados. A los pies de cada cama había un zapato con una tarjeta especialmente dirigida a él.
-Ah, qué hermosa es la Navidad, -suspiró, y un nudo en la garganta le impidió soltar su “Jo, jo, jo”.
Volvió a subir al tejado. Esta vez le resultó más fácil trepar y sus crecidos bigotes de invierno evitaban que el hollín se le metiera en la nariz.
-Lo siento, Rodolfo -le dijo al salir de la chimenea-. En el futuro pienso hacer los regalos en Nochebuena.
Rodolfo no parecía escucharle. Contemplaba las estrellas, más allá de los tejados cubiertos de nieve. Una luna de oropel se columpió al sonido de las campanas de la iglesia.
-Jo, jo, jo -dijo el reno para sí-. ¡Qué hermosa es la Navidad!
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